A mis 10 y mis 20:
Hace bastante que no me siento frente al ordenador y dejo que los dedos se paseen libremente por el teclado. Es algo que durante bastante tiempo hacía con mucha asiduidad, pero un día me olvidé de cómo hacerlo.
Y aquí estoy, ya en los 30. Los 30…
Llevaba más de un año pensando “para mis 30 quiero una fiesta, una cena cluedo, de disfraces, de los años 20 (“y que sean bonitos!”)”. He aquí el claro ejemplo de lo que yo venía a contar: mi eterno afán de planificación. ¿Y por qué? Pues porque yo tenía planes… No sé deciros cuándo los creé, pero sí puedo decir cuándo se rompieron.
Yo siempre he hecho planes, planes sobre mi vida. [Si hago planes, conozco lo que puede pasar, prepararme y afrontarlo. Lo que no se planea, no se conoce, no se controla, y aquí entra el miedo]. Mis planes siempre salían bien. De hecho, no puedo quejarme, he ido consiguiendo todo aquello que planeaba, especialmente en lo que respecta a mi carrera.
Para mi vida personal también tenía planes, obvio. Pero por suerte esos no salieron adelante.
Y sí, digo con suerte.
Como decía, yo tenía unos planes, un tempo marcado. Y hace 5 años me di cuenta de que ya no me gustaban. No quería esos planes para mí, no quería seguir el tempo.
Y entré en crisis.
Si algo aprendí en mi carrera, es que las crisis no tienen porqué ser malas. Y fue con 25 recién cumplidos cuando empezó mi crisis, mi oportunidad, mi cambio. Porque de repente, dejé de planear.
(Quien me conozca bien y haya llegado hasta aquí, dirá “sí, claro”, pero yo os digo “que sí, dejadme que lo explique…”)
Al principio, no me apetecía, dejarse llevar sonaba demasiado bien.
Pero todos aquellos planes que hice, esos esquemas mentales se personaban ante mí cada día y con sus afiladas aristas me cortaban.
Y yo más huía.
Y yo más lloraba.
Hasta que un día, entre lágrimas me vi y recordé que las razones de mis no-planes eran mis sí-yo.
Y no ser la única que apostaba por mis sí-yo, me reconfortaba bastante, siendo sincera.
Los días pasaban y los sí-yo se peleaban con los sí-planes.
Volvía a llorar. Y tanto lloré, que me hice crecer.
Una vez creí verme crecida, me dije de no llorar más y mi nuevo plan fue ser feliz. Pero de verdad.
Y ahí también me equivoqué.
Mucho, además; volvíamos a la casilla de inicio. ¿Entonces qué? ¿Y si mi "plan" no debía ser una meta, solo ser parte del proceso?
Entonces dejé de temer, de planear... Lloré de otro modo, planeé de otro modo.
Y comencé a vivir.
Y viviendo y viviendo llegué a los 30, mi media noche, el día que marcaba mi vieja meta...
No puedo decir que nada saliera como lo planeé en su día. (No puedo decir ni que lo que planeé ayer, haya salido.)
Pero aprendo, me riego, crezco, cambio, camino.
Felices 30, Bea. Keep rolling.