Selene se elevaba sobre el horizonte, pronto su luz inundaría los bosques de la Arcadia donde las ninfas de risueño rostro danzarían al compás de los caramillos. El bosque se alzaba protector sobre las cabezas de las danzarinas, ocultándolas a la mirada de los dioses. Esos dioses envidiosos que bajaban a las tierras de las que eran señores por derecho de conquista para atormentar con sus rencillas a los mortales y a los pequeños inmortales.
Ajena a su belleza, al mundo que giraba dándole la espalda, olvidada de todos, y sin, por ello, querer que alguien se acordara de su existencia, ella danzaba. Bailaba con el resto de sus compañeras, al compás de la suave música, de la brisa boscosa que nacía de las montañas que rodeaban la Arcadia. Su melena morena caía en suaves hondas por su espalda, enmarcando un sereno rostro que contemplaba, con sus ojos de miel, el bosque donde había nacido. Su suave boca esbozaba una misteriosa sonrisa, cuyo motivo solo ella conocía. Una dulce canción sonó en el bosque, cantada con una voz baja y tímida, evocando en los mil acordes, notas y registros que se deslizaban entre sus labios, un paisaje de ensueño, un mundo dorado… De pronto la música paró, y una traviesa mueca se formó en el rostro de la dríade, a sus pies, solo para ella, había crecido un trébol de cuatro hojas.
En ese instante sintió una herida en su corazón, una flecha de plomo, lanzada por Eros para satisfacer su venganza personal frente a Apolo, aquel que lo había humillado. El amor quedó marchito en su corazón, la crueldad de los dioses se había abatido sobre la dulce dríade que danzaba bajo el manto de Selene.
Ella caminaba, o mejor dicho, se deslizaba, ya que sus suaves pies apenas tocaban el suelo, su cuerpo parecía flotar, mecido por la brisa del bosque que ella protegía, cuando del profundo éter donde habitaban los dioses descendió el cazador. Iluminados por el sol sus cabellos brillaban refulgentes, una sonrisa, taimada, benévola, ardiente y deseosa, se perfilaba bajo sus oscuros ojos. El corazón de la ninfa se encogió en su pecho, el temor anidó allí donde antes solo había dulzura.
Impulsada por el designio del cruel Eros se lanzó a una loca carrera en la que buscaba como huir. Su anhelante respiración apenas sí le bastaba para poder continuar aquella frenética persecución, las ramas de los árboles la golpeaban en los brazos, la maleza se enredaba en sus pies, la tierra se volvía pedregosa bajo ella, entretanto, el cazador no cejaría en su empeño, cegado por un amor imposible.
La dulce ninfa clamó a los árboles, lanzó exclamaciones de socorro a los vientos, la naturaleza temblaba con su temor. Al fin, arrodillada a orillas de Peneo, aquel que le dio la vida, suplicaba ardientemente, las lágrimas de lapislázuli corrían por sus mejillas.
El padre, apiadado, escuchó sus súplicas. El amante ciego, que no quiso escuchar la voz de los bosques, la encontró cuando la huida de la dulce dríade, y su castigo, comenzaban a formarse. Abrazado a la otrora tersa, y ahora leñosa, piel expió con lágrimas su soberbia, que contribuyeron a que su objeto de amor se alejara aún más. La perdió para siempre, y esta pérdida atemperó su pasión, y en recuerdo de su amor, llevó siempre consigo una corona trenzada. Y ella, ella sería siempre, más allá de los pensamientos, más allá del tiempo… Ella sería Dafne.
(Y siempre lo seré.)
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